ANNE MARIE
I
Atardecía sobre Nueva York. Los últimos rayos de una dorada luz
crepuscular se extinguían lentamente y daban paso a las potentes luces
artificiales provenientes de las decenas de pantallas electrónicas y de los
cientos de avisos publicitarios que comenzaban a iluminar las calles de aquella
hiperactiva ciudad.
Helena observaba desde la ventanilla de su automóvil el lentísimo avance
del denso tráfico que circulaba a esa hora por Brodway Avenue.
-De nuevo llegaré tarde-, se lamentó al ver que el reloj marcaba ya las
17:40. Había concertado con Thomas, su ex-esposo, que pasaría por su
antigua casa familiar ubicada en el distrito de Greenwich Village y
recogería a su hija a las 18:00 de aquella tarde; y aunque había planeado salir
de su oficina con el tiempo suficiente para llegar puntual a su cita, asuntos
de última hora la habían retenido allí. Ser la directora ejecutiva de una
importante multinacional era extremadamente demandante.
-Lo que menos deseo en estos momentos es escuchar los reproches de
Thomas-, pensó mientras le informaba al hombre que conducía su automóvil que
caminaría el trayecto que la separaba de su destino.
-Caminaré hasta Greenwich, Alejandro-. Dijo, mientras descendía del
coche.- Pasa por nosotras tan pronto salgas de éste atasco. Te estaremos
esperando en la esquina de Greene Street y Washington Place. Ya conoces el
lugar.
-De acuerdo, Helena. Allí estaré-, contestó el hombre que había
desempeñado para ella la labor de conductor de confianza durante los últimos
tres años.
Ella cerró la puerta del coche, sonrió a modo de despedida y avanzó
entre los vehículos hasta llegar al andén; allí empezó a abrirse camino a través
de la multitud de personas que transitaba por aquella concurrida avenida y con
paso rápido dejo atrás aquel bullicio. Caminó por vías alternativas dando
un rodeo que, aunque extendía su recorrido, le garantizaba evitar las grandes
concentraciones de gente que podrían retrasarla aún más.
Llegó a la que había sido su casa matrimonial con algunos minutos de
retraso. Saludó cortésmente a Thomas y sin darle oportunidad de reclamar por su
hora de llegada, tomó a su hija en brazos y la abrazó con cariño infinito.
Aquella niña de trece años era el principal motor de su vida y una de las
razones por las cuales había luchado tanto para obtener el éxito personal,
profesional y económico del que ahora disfrutaba.
Helena lo había superado todo, y aquello incluía una dolorosa e inesperada
ruptura matrimonial en la cual el padre de su hija le había exigido sin
ambages, al verse superado en éxito e ingresos, que dejara de lado su
promisoria carrera profesional y dedicara su tiempo únicamente a su casa y a su
familia. Aquel hombre que ahora la miraba con un punto de recelo había
intentado que abandonase todo aquello que había conseguido y todo aquello que
aún soñaba conseguir, y ella, decidida y coherente, no se lo había permitido.
-Mi éxito le allanará algunos caminos; le evitará a mi pequeña vivir amargas
experiencias- pensaba Helena durante cada extenuante jornada laboral; y era aquella idea, junto a sus capacidades, su valentía y su amor propio, lo que la había
mantenido a flote en momentos en los cuales todo parecía hundirse a su alrededor.
Despertarse muy temprano en las mañanas, salir a enfrentarse a un
entorno que no le garantizaba unas condiciones mínimas de igualdad, defender
sus posturas, sus derechos y regresar triunfante a casa cada noche era el mejor
ejemplo que podría mostrarle a su hija para que ella comprendiese que nada le
estaba vedado o le era imposible y que todo, si se esforzaba lo suficiente,
estaba al alcance de sus manos.
-¿A qué lugar iremos hoy, mamá?- preguntó la pequeña visiblemente
emocionada mientras su madre le besaba el rostro.
-Es una sorpresa, Anne Marie-, contestó Helena, -Hoy te mostraré un
lugar especial. Quiero que aprendas algo-.
II
Durante el trayecto se habían detenido en una floristería cercana a
comprar un ramo de rosas, y ahora la pequeña Anne corría con aquellas flores en
los brazos unos cuantos metros delante de Helena.
-No te alejes tanto, Anne-, ordenó la madre con ternura. La niña aminoró
el paso y tomó la mano que aquella le ofrecía. Caminaban por Greene Street y al
llegar a la esquina con Washington Place hicieron un alto:
-Hemos llegado, dulzura - Informó Helena a la pequeña. –Éste es el Brown
Building y quiero contarte una historia-.
Helena contó a su hija cómo aquel edificio, muchísimos años atrás, había
sido el lugar en el cual más de un centenar de mujeres jóvenes, valientes y honradas
habían trabajado duramente y habían perdido su vida como consecuencia de la
negligencia, la avaricia y el descuido de un par de hombres que dieron más
importancia a algunos metros de tela que al bienestar de sus trabajadoras;
Helena contó a su hija cómo el ejemplo y el legado de aquellas mujeres había
cambiado el mundo y narró cómo el fuego que consumió aquellas vidas era hoy la
llama que iluminaba el camino de millones de mujeres alrededor del mundo que,
más de un siglo después, seguían luchando para ser tratadas con la dignidad y el
respeto que todos merecían.
-Vinimos a dejar éstas rosas en honor a la memoria de aquellas mujeres-,
dijo Helena. -Vinimos, dulzura,
para que entiendas que aunque el mundo sea un lugar difícil, tú, con cada uno
de tus actos, puedes marcar enormes diferencias-. –Te traje aquí para que recuerdes
que tus metas, tus sueños y tus derechos son tan valiosos como los de cualquier
otro y que lo que eres como mujer no se negocia.
Abandonaron el edificio algunos minutos después. El automóvil de Helena
ya las esperaba a las afueras. Subieron al coche y la niña saludó al conductor.
-Hola, Alejandro- dijo dulcemente.
-Hola, pequeñita- contestó aquel el saludo. -¿Qué tal tú día?
¿Aprendiste algo hoy?
-Claro que sí, señor-. Contestó la niña mientras sonreía. -Hoy aprendí que
soy mujer y que todo me es posible-.